Nunca me han gustado los vehículos, excepto la caravana de la Barbie.
A mis tiernos ocho años alguien con mucha mala leche y poca capacidad de observación me regaló un monopatín. Quedaba confirmado: yo era un varón. Ésa fue la primera de una larga lista de hostias que me deparaba la vida -en sentido literal y figurado- encima de aquél cacharro del infierno.

Yo me colocaba mis rodilleras, mis coderas, mi casco, y mi bocadillo de nocilla en el bolsillo y me montaba en la tabla a velocidades ultrasónicas de medio metro por hora. Nunca supe hacer que doblara. Inclinaba un poco la tabla, pero aquello no giraba, y era entonces cuando yo inclinaba más la tabla, más, más... y caía del monopatín. La verdad es que a la velocidad que iba no podía decirse ni que cayera del monopatín si no que más bien lo paraba y me bajaba.
Cuando mi hermano aprendió a andar, me sentaba con las piernas dobladas en
mi monopatín. Lo colocaba a él detrás, le ponía las manos en mi espalda, y
le decía que corriera todo lo que pudiera, que era un campeón. Nunca volví a intentar lo del monopatín yo solo, así que nunca aprendí, pero él ahora tiene unos
gemelos que parecen batatas asadas y liga mucho cuando va a la playa.
Luego estaba la bicicleta, el mayor temor de mi infancia. Yo tenía una
bicicleta roja, con sus ruedas de toda la vida, y además otras dos ruedas
chiquititas que evitaban que perdiera el equilibrio. Y me gustaba y todo,
era un niño feliz. Hasta que mi madre pensó que con catorce años ya era momento
de quitarme las ruedas chicas.
Mi problema era que no sabía empezar a pedalear y siempre tenían que empujarme. Por eso mi madre lo que hacía era empujarme ella al principio y dejar que yo rodeara un jardín enorme solo, y volviera hacia ella. Yo lo que temía era pararme antes de llegar a mi madre porque no sabía volver a montarme por mí mismo. Y lo que hacía era agarrarme a los espejos retrovisores de los coches aparcados y empujarme. –“Pero entonces... algo falla”-pensaréis vosotros, avispados lectores. Sí, algo fallaba, y era que si me agarraba a los espejos retrovisores, solo podía coger el manillar con
una mano, la derecha, por lo que generalmente, cuando empezaba a pedalear se
me iba la bicicleta hacia esa dirección, tanto que, en vez de rodear el jardín, lo que hacía era comerme su tierra. A los catorce años parecía un pequeño biólogo de tantas especies de plantas distintas que conocía
de primera mano. Y cuando volvía montado en mi fracaso mi madre se me quedaba mirando avergonzada siempre... qué recuerdos más malos.
Pero oye, que yo luego aprendí a coger la bici. Incluso un día, con dieciséis
años me la llevé al campo con mis amigos. Y es verdad que me caí, es
verdad. Y que fui el único... y además dos veces. Pero yo estaba contento
aprovechando el momento, porque sabía que lo próximo era una moto y eso sí
que iba a ser duro. “Así ligarás con las chicas”-me decía mi madre, pero
bueno, esa historia la contaré otro día que esto ya está largo.